Cerramos el año con una aguda sensación de desconcierto y mucha desconfianza. Mucho esfuerzo, muchos recortes, mucha indignación y pocas esperanzas. Algunos indicadores positivos, que han ido apareciendo las últimas semanas, no ocultan la situación de recesión que vivimos y que se manifiesta en la caída del consumo interno y la inversión. Un balance del año 2012, nos lleva a destacar tres cuestiones que ha abordado el Gobierno con más o menos éxito: un relativo control del déficit público, con algunos flecos pendientes en las cuentas autonómicas; un ordenamiento del sistema financiero, rescate incluido, y una reforma laboral que ha fomentado más el despido que la creación de empleo y no parece que haya resuelto el problema del excesivo uso de los contratos temporales, que tanta culpa tienen en la escasa productividad de la economía española y en la baja acumulación de capital humano de sus trabajadores. Para las expectativas que había levantado el Gobierno de Rajoy es un balance un tanto decepcionante; y esto sin sumar los recortes de gasto público realizados y las promesas electorales incumplidas.
De una sociedad expectante, hemos pasado a una sociedad escéptica con un cierto toque de tristeza. El Gobierno debe reaccionar a principios de años poniendo sobre la mesa un plan estratégico a medio plazo que marque las líneas de actuación para el impulso de la economía real. Pensar que simplemente arreglando el terreno de juego, el equipo se va a poner a jugar y ganar el partido, no es realista en estos momentos. Nuestra economía necesita un cambio de rumbo claro del tejido productivo. Seguimos haciendo reformas parciales sin tener una visión sobre el país. Y, así, la salida de la crisis va a ser muy lenta y muy desordenada y en lugar de caminar todos juntos cada uno va a buscar su propio camino, independencia incluida.
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